Ahora que mi compañera de blog ha escrito sobre un violador, me he acordado de una entrada que tenía yo pensada desde hace tiempo, y es esta: sin llegar a ser delincuentes en toda regla, es increíble la de salidos que hay sueltos. Ya lo dijo PePi, que el otro día rompió tabúes en su telediario al soltar un reportaje sobre un asunto que está ahí, que todo el mundo conoce, pero que nunca sale en los medios: los viejos que se frotan con la gente en el metro.
Si aún dudáis de la cantidad de salidos y de aspirantes a agresores sexuales que hay en nuestras calles, os contaré una conversación que tuve este verano con tres compañeros. Éramos tres chicas y un chico: Viajera, Becaria, Gordo y yo misma.
Viajera empezó: "Una vez tuve que ir andando a la estación de autobuses de mi ciudad. Noté que había un fulano con gabardina que me seguía y me acojoné. Pero más me acojoné cuando un coche se paró a mi lado y se bajó la ventanilla. El conductor me dijo que subiera en el coche, que el fulano de la gabardina era un violador y que él lo estaba vigilando. Pero, claro, ¿cómo saber si el otro no era también un violador? Y, ¿cómo saber si no estaban compinchados? Me negué a subir y me dijo que entonces me seguiría para asegurarme de que no me pasaba nada. Y así terminé el camino, con dos tíos siguiéndome y acojonada".
Yo, que soy muy dicharachera, conté mi propio caso, que es terrorífico donde los haya: "Una noche, después de salir, era imposible, para variar, encontrar un taxi, así que esperé al metro. Al llegar a mi parada aún tenía un pequeño trecho que recorrer a pie. A mitad de camino me pareció que un filoyonki me seguía, pero pensé que era mi imaginación. Pero cuando casi había llegado, el tío me agarró por el cuello. En mi borrachera no se me ocurrió otra cosa que empezar a darle todo el dinero que me quedaba en el bolso (12 euros) para que me dejara en paz, pero me di cuenta de que el tío quería meterme mano, ante lo cual, y teniendo en cuenta que era un tirillas, me rebelé, grité, le pegué y me largué. Qué mal rollo, tía".
Luego le tocó el turno a Becaria. Hubo que insistirla un poco: "Bueno, comparada con vuestras historias la mía no es para tanto, pero la contaré. Cuando tenía 16 años era muy chulita y muy macarra. Siempre me sentaba en el último asiento de los autobuses. Un día cogí el bus por la noche y me fui a mi sitio habitual. Había un tío sentado y nadie más, pero me dio igual. De repente, el tío empezó a pegarse a mi y a hacer cosas muy raras. Intenté levantarme, pero no me dejaba. Al final pude decírselo al conductor y el tío se largó, pero qué mal lo pasé, jo tía".
Gordo, único macho del grupo, contó que a él también le había pasado algo parecido, también en un autobús, pero esta vez con una mujer como protagonista: "El autobús iba lleno, yo iba agarrado a una barra de las de arriba y estaba cerca de la puerta. Noté que una tipa me miraba, pero no pensé nada raro. Cuando el bus llegó a una de las paradas y se abrió la puerta, de repente, la tía se echó encima de mi, me sobó descaradamente, se bajó y se largó corriendo. Todo el mundo se quedó pasmado y yo no sabía dónde meterme".
Así que cuatro de cuatro personas habíamos sido víctimas de un intento más o menos desafortunado de agresión sexual por parte de pirados diversos. Después de mucho reflexionar llegué a dos conclusiones. La primera, la que sirve para titular esta entrada. Y la segunda, que dígan lo que digan, el coche es mejor que el transporte público. Confirmado.