Una tarde del verano pasado, me encontraba yo disfrutando de la piscina en la casa vacacional de mi abuela, en el pueblo. Fue entonces cuando llegó Megapija, que es una prima de mi madre que es médico. Vino para entregarse a fondo a una de sus aficiones predilectas: amargarme la vida. Como yo estaba en bikini, aprovechó para explorar mi organismo sin pudor.
-Vaya, pero si tienes un tercer pezón.
-Pero, ¿qué dices?
-Sí, sí ahí. No te preocupes, mi hija también lo tiene: es normal.
Megapija señaló una imperceptible marca a la altura de la costilla y su hija, una chavalilla de 15 años, se levantó la camiseta para mostrar una idéntica.
-Ah, bueno, pero no me crecerá una tercera teta ni nada, ¿no?
-No, no creo… Por cierto, también tienes lunares. Mira, son nevus de Nosequién.
-Los he tenido siempre, son lunares normales…
-Sí, pero ese que tienes en la barriga… no sé yo. No será nada, pero ¿y si es un melanoma? Háztelo mirar.
Han pasado seis, ocho o no sé cuántos meses desde esta conversación. Desde entonces, todos los días al ducharme, al abrocharme los pantalones (el lunar queda más o menos donde el botón) o al hacer cualquier otra cosa que implique ver el maldito lunar me he acordado de la cara sonriente de Megapija. Así que el otro día decidí por fin ir a un médico y que me dé cita para quitármelo. Y fui, pero no me pudieron ver porque había mucha gente. Qué alivio. Todo el mundo me dice “no pasa nada, te lo quitan con un frío que es tan frío que quema [brrrrr], pero sólo duele un poco”. Pero sigo teniendo terror. Y no sólo por el dolor, sino porque sé que, como cada vez que me quedo a merced de una bata blanca, me convierto en la niña del exorcista. Con lo que me gustan las series de médicos (Doctor en Alaska, Urgencias, House) lo poco que me gustan los de verdad. Citaré algunos casos recientes:
-Visita al dentista (año 2000). Me tienen que sacar una muela del juicio sin sitio para salir. Ya sentada en la silla de las torturas, el dentista acerca a mi boca una jeringa con anestesia. Se apodera de mi ser una fuerza mayor que me hace hacer pucheros y querer bajar de la silla ya. La enfermera y el dentista no dan crédito. “¿Cuántos años me dijiste que tenía?” oigo que le pregunta ella a él. Al final, no sé cómo, me chutaron y me tuve que quedar porque la otra opción era irme a casa con la boca floja y babeando.
-Visita al centro de vacunación internacional (año 2002). Sin duda, la actuación estelar de mi brillante carrera como Mema de Consultorio. Para viajar a la selva amazónica por la patilla (una gran oportunidad, un viaje al que me moría por ir), el único requisito era vacunarme de la fiebre amarilla. Primero intenté zafarme, diciendo que ya no daba tiempo, ante la incredulidad de los organizadores del viaje, que me dieron un ultimatum. Luego me pasé tres días comiéndome la cabeza y, cuando llegó el momento, caí poseída otra vez. No había preparado la inyección a la enfermera y yo ya estaba llorando como una Magdalena. Estupor de nuevo. “Bueno, intenta calmarte … a los niños les decimos que miren a ese cuadro para que se distraigan”. Miré el cuadro: un mediocre dibujo de un gato que, aunque no me consoló, me entretuvo en el momento del pinchazo. La enfermera respiró y me mandó a hablar con la doctora para que me informara sobre otras patologías selváticas. La obedecí, pero la presencia extraña todavía no me había abandonado. Así que, cuando la doctora (que no había presenciado la escena anterior) se puso a hablar yo, ante su doble estupor, me deshice en lágrimas de nuevo. Si hubiera sido el doctor House seguro que me hubiera diagnosticado una tenia en el cerebro o algo, porque la verdad es que no estaba triste, cabreada, ni nada, estaba normal, pero no podía parar de llorar y de decir “perdone, perdone, no puedo parar”. Me pasé 30 minutos llorando en el baño sin motivo.
-Visita al ginecólogo (año 2005). El doctor tenía que averiguar de dónde venían unos molestos dolores que había tenido. No daré tantos detalles porque, como siempre digo, este es un blog para todos los públicos. Sólo diré que aquí no hubo agujas, pero sí aparatos del infierno, que esta vez el estupor fue mío al verlos y que, para aplacarme, la enfermera tuvo que decirme al oído “ahora piensa en George Clooney”.
Bien, ya sabéis la verdad: estoy loca. Después de esto algunos dejaréis de leerme, porque no soy la persona civilizada que pensábais. Pero, antes de dejarlo, podéis opinar: ¿me quito el lunar o le parto la cara a Megapija la próxima vez que la vea?
Sue