Vegetarianos e integrados
El sábado coincidí con un conocido al que hacía años que no veía. Me contó que trabaja como promotor de conciertos en una discográfica, curro que, en gran medida, consiste en ser el criado de los músicos durante su estancia en la ciudad donde se celebre el evento. Como soy cotilla, quise saber qué cosas le habían llegado a pedir. Parece ser que porros y farlopa están a la orden del día. Incluso un grupo (no recuerdo cual) le pidió un pico para el batería (este capricho no se lo pudo conceder, pues la única forma era enviar a la mujer de su jefe a Las Barranquillas a bordo de un Mini). Drogas aparte, el más pesado, me dijo, fue un cantante (tampoco recuerdo) que era vegano. “Significa que sólo come cosas que hayan caído naturalmente de los árboles”, me explicó. “¡Qué hijodeputa!” le respondí.
Sí, sí, qué hijodeputa. Pero, mientras lo decía, venían a mi memoria recuerdos. Sí, yo fui vegetariana. Todo empezó en mis últimos años de instituto. Ya sabéis, las malas compañías. Cler y yo nos sentábamos en la fila de atrás con las guays. Eran guays porque llevaban pañuelos palestinos, no les gustaba estudiar, pero sí leer o, al menos, pasear libros. Algunas frecuentaban casas okupas y a todas les gustaban el incienso y las velas (amén del hachís y el calimocho). Nuestro primer punto de encuentro fue nuestra común aversión la clase de gimnasia.
Una de ellas, Espe, empezó a meterse en grupos de chalados que van a Las Ventas para rociar con spray los visones de las señoras que salen. Influenciada por un amigo suyo perroflauta, se hizo vegetariana e intentó arrastrar a las demás. La mayoría no le hizo ni puto caso, aunque mostraban respeto. Éramos buenrollistas. Y yo, que era necia, la empecé a escuchar.
Dejé de comer carne y pescado (una vez primero y, tras una pausa, otra). Me hacía mi comida, diferente de la de mi familia, porque no admitía ni un poco de jamón con los guisantes, aunque sí tomaba leche y huevos. No había motivo dietético: nunca he tenido colesterol y estaba delgada. Mis motivos eran éticos. Los animales son seres libres, no comida, decía. De aquella época data la mayor parte de mi fondo de armario para estar por casa (sola): una camiseta con unos monos-cobaya que reza “Torturad@s. Encarcelad@s”, mi camisa “Evo Morales”… Pronto los perroflautas se radicalizaron. La moda era marearte en la carnicería, a la vista de esos cadáveres, no vestir jerseys de lana, porque la dan las ovejas… Les pregunté por qué llevaban botas de piel y empezaron a utilizar Converses (recordemos, entonces NO las llevaba nadie). Espe me prestaba libros sobre legumbres y ensaladas. En fin, este era el panorama.
Por aquel entonces conocí a D. La primera vez que salimos entramos en un bar a tomar una caña y al camarero se le ocurrió ponernos como aperitivo unos suculentos montados de lomo con pimientos. Pensé “mierda, por qué le habré contado que soy vegetariana”. Pero me tenía que mantener firme. Los miré de reojo, procuré poner cara de asco y pasé. D. tampoco los probó. Ante esta anécdota, mis amigos concluyen que tiran más dos tetas que dos carretas, y la verdad es que le dio resultado pues yo, por no dar un bocado al lomo, se lo di a él, conmovida por su respeto a mis ideas, y hasta hoy.
No os asustéis. El vegetarianismo sólo me duró unos meses, Me cansaba idear comidas, meriendas y cenas sin carne. Ahora me río, llamo hijoputa a un vegano, me indignan los okupas (soy propietaria, joder), me marea el incienso y no las carnicerías, me dan mal rollo las velas, no me gusta vestirme con harapos, trabajo en un sitio que podríamos calificar suavemente como conservador, he ido a esquiar e, incluso, me propongo aprender a jugar al paddle (¿es así?) Sigo con D., pero él ya no lleva greñas ni yo palestino, y me cuesta imaginármelo renunciando a un montado de lomo para no herir mi sensibilidad.
Me he convertido en lo que odiaba, y cada día estoy más satisfecha. Tiemblo de pensar qué pasará dentro de 10 años. ¿Tendré un visón?
Sue